Henri Bergson (1859-1941) fue un filósofo francés, Premio Nobel de Literatura en 1927. Junto a Friedrich Nietzsche y Wilhelm Dilthey, se le considera el representante más importante de la filosofía de la vida. Nació cerca de París en el seno de una familia judía, pero siendo adolescente perdió la fe. Se doctoró en filosofía en la Universidad de París, y su tesis doctoral fue sobre «El Tiempo y el libre albedrío», que se convirtió en su primer gran libro. Sus trabajos sobre el tiempo, la memoria, la biología y otros temas tuvieron un impacto considerable en los círculos intelectuales de su época. Murió en París de bronquitis a la edad de 81 años.
En el centro de la filosofía de Bergson está el concepto de DURACIÓN. La duración es la forma en que la vida fluye a través del tiempo. Se trata de un flujo holístico que cambia constantemente y se desarrolla de forma creativa, y que no puede analizarse en elementos separados. Lo vemos claramente en nuestra conciencia: Nuestras experiencias olfativas y sonoras, nuestras sensaciones y emociones, nuestros pensamientos... no están separados unos de otros. Penetran unas en otras y se «colorean» mutuamente. Por ejemplo, mi experiencia olfativa no está separada de mi experiencia gustativa, ni de mi dolor de cabeza, ni de mi ansiedad. Todas estas cualidades se influyen mutuamente, interactúan y se unifican en una única y compleja «sinfonía». Además, este flujo cambia constantemente en el tiempo, y nunca permanece igual. Por ejemplo, el primer timbre de teléfono que oigo y el segundo no son iguales en mi experiencia, ya que cada uno tuvo un pasado diferente: El primero fue una interrupción, mientras que el segundo fue una continuidad que resonó con el anterior. En este sentido, la duración de la conciencia es un flujo siempre novedoso y creativo, que crea siempre nuevas combinaciones y cualidades sorprendentes.
La duración caracteriza la corriente de la conciencia, pero también caracteriza a los seres vivos y la evolución de la vida en la Tierra y, en cierta medida, la vida de todo el universo. Podemos analizar el flujo de la vida, pero sólo aproximadamente. Por ejemplo, podemos dar nombres a los sentimientos («felicidad», «ansiedad», «dolor») y de este modo analizar el flujo en elementos separados. Este análisis puede ser útil, sobre todo para comunicarnos en el lenguaje, pero no es exacto y nos da una idea distorsionada de que la vida está hecha de elementos separados.
Los siguientes pasajes están tomados (con ligeras simplificaciones lingüísticas) del comienzo de su libro Evolución creadora (1907).
Del capítulo 1 de EVOLUCIÓN CREATIVA
En primer lugar, me doy cuenta de que paso de un estado a otro. Tengo calor o frío, estoy contento o triste, trabajo o no hago nada, miro lo que me rodea o pienso en otra cosa. Sensaciones, sentimientos, deseos, ideas... Éstos son los cambios en los que se divide mi existencia y que la «colorean». Estoy cambiando, pues, sin parar. Pero esto no es suficiente. El cambio es mucho más radical de lo que tendemos a suponer en un principio.
Porque hablo aquí de cada uno de mis estados como si fuera un bloque acabado y un todo separado. Digo que estoy cambiando, pero como si el cambio consistiera únicamente en el paso de un estado al siguiente. Cuando observo cada estado por separado, tiendo a pensar que permanece igual durante el tiempo que dura.
Sin embargo, un ligero esfuerzo de atención me revelaría que no hay ningún sentimiento, ninguna idea, ningún deseo que no esté experimentando cambios a cada momento. Si un estado mental dejara de cambiar, su duración dejaría de fluir. [Mi estado mental, a medida que avanza en el camino del tiempo, se hincha continuamente con la DURACIÓN que acumula: Sigue aumentando, rodando sobre sí mismo, como una bola de nieve sobre la nieve. Esto ocurre especialmente con los estados psíquicos que son más profundamente internos, como las sensaciones, sentimientos, deseos, etc. que no corresponden a un objeto externo, como en el caso de una percepción visual. Pero es conveniente ignorar este cambio ininterrumpido, y notarlo sólo cuando es lo suficientemente grande como para producir una nueva actitud en nuestro cuerpo, para dirigir nuestra atención en una nueva dirección. Entonces, y sólo entonces, descubrimos que nuestro estado ha cambiado. La verdad es que cambiamos sin parar, y que el estado en sí mismo no es más que cambio.
Esto equivale a decir que no hay diferencia esencial entre pasar de un estado a otro y continuar en el mismo estado. Si el estado que «permanece igual» es más variado de lo que pensamos, entonces el paso de un estado a otro es parecido a un único estado que se prolonga; la transición es continua. Pero, como no hacemos caso de los continuos cambios de cada estado psíquico, nos vemos obligados a hablar como si un nuevo estado apareciera a continuación del anterior, recién cuando el cambio ha llegado a ser tan grande que se impone a nuestra atención. Y suponemos que este nuevo estado tampoco es cambiante, y así sucesivamente hasta el infinito.
La aparente discontinuidad de la vida psíquica es, por lo tanto, el resultado del hecho de que nuestra atención se compone de una serie de actos de atención separados. De hecho, sólo hay una suave cuesta. Pero cuando seguimos la línea quebrada de nuestros actos de atención, pensamos que percibimos experiencias separadas. Es cierto que nuestra vida psíquica está llena de imprevistos. Surgen mil incidentes que parecen desconectados de los anteriores y de los siguientes. Sin embargo, aunque parezcan discontinuos, en realidad aparecen sobre el fondo de la continuidad que los produce, y a la que deben los intervalos que los separan. Son los golpes de tambor que suenan aquí y allá en la sinfonía. Nuestra atención se fija en ellos porque nos interesan más, pero cada uno de ellos nace de la masa fluida de toda nuestra existencia psíquica. […]
Nuestra duración no es sólo un momento que sustituye a otro momento. Si así fuera, no existiría nada más que el momento presente: no habría flujo del pasado hacia el presente, ni evolución, ni duración concreta. La duración es el progreso continuo del pasado que roe el futuro y que se hincha a medida que avanza. Y como el pasado crece sin detenerse, tampoco hay límite para lo que permanece en nosotros. [...]
De esta supervivencia del pasado se deduce que la conciencia no puede pasar dos veces por el mismo estado. Las circunstancias pueden seguir siendo las mismas, pero ya no actuarán sobre la misma persona, puesto que la encuentran en un nuevo momento de su historia. Nuestra personalidad, que se va construyendo a cada momento con su experiencia acumulada, cambia sin parar. Al cambiar, impide que cualquier estado, aunque parezca igual a otro, se repita nunca exactamente. Por eso nuestra duración es irreversible. No podríamos volver a vivir un solo momento, porque tendríamos que borrar la memoria de todo lo que ha seguido a ese momento. Aunque pudiéramos borrar este recuerdo de nuestro intelecto, no podríamos borrarlo de nuestra voluntad.
Así, nuestra personalidad nace, crece y madura sin parar. Cada uno de sus momentos es algo nuevo que se añade a lo que había antes. Es más, no sólo es algo nuevo, sino algo que no se puede prever. "
(Fuente: Agora de la Práctica filosófica PhiloPractice.org/web/Bergson)